Parece que cuanta más libertad tenemos, más opciones y más recursos, más nos cuesta tomar la elección “correcta”, más nos perturba equivocarnos y mayores dificultades tenemos para poner en marcha las mecánicas de toma de decisiones.
Es como cuando tenemos que elegir de qué color pintar una pared. No es lo mismo elegir entre el marrón, amarillo y naranja, que diluirse en los doscientos matices de ocres, cremas y atardeceres que nos sugieren sus matices más exquisitos. A más opciones, más indecisión, más duda e inseguridad respecto a la opción tomada.
Además, parece ser que el grado de malestar que se genera en la persona que ha de tomar la decisión, no es proporcional a la importancia de la decisión o a sus consecuencias, sino que va sujeta a la sensación subjetiva del que elige, es decir, al cómo vive esa persona la responsabilidad que ha sido depositada en ella.
Una vez más, la objetividad cae en la espiral del desuso, puesto que nada es “verdadero o real” por si mismo, sino que cada uno construye su realidad, y valora su veracidad e importancia. Lo que para uno es lo más trascendental del mundo, para otro es una pequeñez y viceversa. Lo que para uno es un gran compromiso, para otro es fútil, y de ahí, las diferencias en cuanto a la dificultad para elegir.
Hay que remarcar que en esta visión subjetiva de la realidad, existen personas que ven más amenazas que otras, es decir, hay individuos que bien por aprendizajes o por una interpretación más oscura de sus propias experiencias, viven la realidad con mayor preocupación que otros. Obviamente, si le atribuimos peligrosidad a las consecuencias de nuestras elecciones, tomarlas será más complicado, ya que el miedo que se inserta en sus desenlaces nos rondará como fantasmas acosadores.
Existen muchos tipos de miedo a decidir, y nadie está a salvo de caer en alguna de sus fauces:
Por ejemplo, un clásico es el miedo a equivocarse. Generalmente ocurre cuando una vez tomada una elección, ya no podemos dar marcha atrás. Otro de los grandes es el miedo a no estar a la altura. En este caso, es curioso como nosotros mismos cavamos el abismo en el que después pendemos colgados:
Nosotros somos los que queremos demostrar a los demás así como a nosotros mismo lo bien que hacemos las cosas, pero a la vez, ese gran esfuerzo, con magníficos resultados (por supuesto) provoca una expectativas elevadas en nuestro auditorio. Ello no conduce a un incremento importante de la responsabilidad que debo asumir para mantenerme en tan alta estima y por ello, debo esforzarme todavía mucho más si quiero mantener el listón, que a su vez eleva las expectativas…cada decisión conlleva una escalada en el riesgo a equivocarme que acaba produciendo verdadero vértigo a la hora de escoger.
El miedo a exponerse también representa un importante handicap en determinados sujetos, que viven en las sombras, moviendo los hilos de otros más manejables, para evitar ser sorprendidos con una mala elección. Sin exposición no hay dedo acusador. Curiosamente éstos sujetos viven su “adaptación” como una habilidad y no como la debilidad que es, fomentando más su especulación y evitando mostrarse como forma de intervención habitual.
El miedo a no tener el control o peor aún, a perderlo, es por antonomasia, el miedo capital, que implica precisar el dominio, no solo en la toma de decisiones, sino también de los sujetos que intervienen, en todas sus fases y del entorno en el que se sucede.
Obviamente (o no tanto), el control total de las situaciones no es posible, ya que existe un concepto, quizás etéreo pero muy real, llamado azar, que no puede ser vaticinado ni medido de antemano, lo cual puede alterar y os aseguro que altera cualquier situación planificada.
La trampa está servida: si yo trato de controlar algo que no es posible controlar, ¿perderé el control? (curiosa reflexión).Y por otro lado, si me resisto a que esto no ocurra y empiezo a poner en marcha sucesivos intentos por controlar más y mejor algo que no es posible controlar… ¿me sentiré más seguro y capaz o ante la realidad de la incontrolabilidad (percibida como mi incompetencia por no conseguir mi cometido) me sentiré cada vez más inseguro e incapaz de gestionar la situación? ¿Y esto a donde nos lleva? Es decir, cuando después de estas experiencias nocivas que “se me han ido de las manos” (según mi concepto de omnipotente controlador), cuando tenga que volver a tomar decisiones y no perciba que tengo el control total, ¿me sentiré más capaz de acertar o menos? El enredo está firmemente consolidado.
Por último, no podemos olvidarnos del miedo a la impopularidad, un miedo que anida en nuestra autoestima, ya que dependemos de la aprobación de los demás para sentirnos aptos. Sentirse amados es una condición indispensable del autoconcepto personal, totalmente necesario y útil, ahora, la necesidad imperiosa de sentirse amados y aceptados por todos, es la cara disfuncional de esta patología. Si no puedo decepcionarlos, me veo obligado a complacerles y soy su esclavo. Rehén de mis deseos de ser amado por los demás. Como es sabido, nunca llueve a gusto de todos, y por lo tanto, en algún momento vamos a tener que tomar una decisión que no guste a todos, y por lo tanto, vamos a recibir críticas y reprobaciones por parte de los demás. Si no somos capaces de encajarlo y seguir a delante, somos como una hoja en medio del río, totalmente a dispensas de las corrientes, y sin ninguna capacidad de maniobra para controlar nuestro rumbo. Perdidos y víctimas de nuestro poco amor propio. Tomar decisiones cuando estás en la cuerda floja no puede ser fácil nunca, ya que el riesgo de caerse está asegurado.
Por lo tanto, y diferenciando los distintos tipos de miedo a elegir y viendo sus orígenes y funcionamientos, podemos estar un poquito más cerca de comprender qué sienten las personas con dificultades para tomar elecciones y cómo se van enredando en sus propias redes.
Hoy en día, sabemos que evitar la exposición, posponer la toma de decisiones (procrastinación) o delegar son soluciones que no solo no solventan las situaciones sino que mantienen el ciclo del miedo y lo empeoran, haciendo cada vez más difícil la tarea de decidirse por la opción más adecuada.
Por otro lado, tratar de mantener el control, ya sea de si mismo, de los demás o el entorno, como hemos podido observar en párrafos anteriores, tampoco es una solución acertada contra la ansiedad que nos provoca su perdida, ya que como una locomotora que coge demasiada velocidad, una persona inmersa en la obsesión por controlar más y más, acaba descarrilando en el afán de lograr metas inalcanzables, adentrándose en un laberinto que él mismo ha construido y en el que finalmente se ha perdido.
Es importante matizar aquí la diferencia entre miedo y ansiedad. El miedo, es la respuesta biológica, adaptativa de supervivencia, saludable y funcional, que nos alerta de los peligros del mundo. Lo necesitamos para subsistir y es inherente a nosotros, es un instinto natural con el que hemos de aprender a convivir.
Por otro lado, la ansiedad, responde a una percepción prolongada del miedo en el cuerpo, que es funcional mientras responde a un estímulo concreto, pero que se vuelve patológica cuando supera cierto umbral, ya que nos bloquea, convirtiendo la respuesta adaptativa en pánico inhabilitante.
Explico esta diferencia porque a la hora de superar nuestros miedos, mucha gente recurre a la medicación o a terapias alternativas de relajación, visualización y control de síntomas (más control) . Ahí está el verdadero secreto: Si aprendemos a gestionar el miedo, podremos controlar también la ansiedad, sin embargo, si solo tratamos de reducir la ansiedad, el miedo no se eliminará. Es como escayolar a alguien y luego someterle a estímulos amenazadores. Es por ello que no se trata de relajarse, de reducir las sensaciones del cuerpo mediante (más) control del cuerpo sino que se trata de reenfocar y gestionar el miedo, analizar a fondo el por qué de ese temor, si está correctamente fundado y sobre todo exponerse a él, de forma segura y controlada, para comprender su real importancia y no atribuirle, como suele suceder, más de la que le pertenece.
Así, el miedo, mirado de cara, se transforma en valor, mientras que si se huye de él se convierte en pánico.
Ángela Gual.